Al escuchar su nombre por
los altavoces de la escuela –en La Parada– donde esperaba a sus hijos, María
Belén Medina, presintió que algo grave pasaba.
En medio de la angustia,
su corazón se agitó y sus pasos, aunque rápidos, se hicieron eternos. Al llegar
a casa, encontró una escena que jamás se ha borrado de su memoria.
El ensangrentado cuerpo
frágil de su hija de 2 años estaba tirado en medio de la calle, y frente a
ella, el hombre que con su carro la había arrollado. Era 1992.
La pequeña Leidy Johana
apenas estaba aprendiendo a dar sus primeros pasos, pero dice su mamá que
Álvaro Castro Meza, exmilitar de la Guardia Nacional Bolivariana de Venezuela,
le arrebató los sueños de crecer como una niña igual a las demás.
Sus tres meses siguientes
transcurrieron en los hospitales. El llanto y el dolor se convirtieron en su
compañía; las camillas, en su lecho, y las enfermeras y los doctores en sus
amigos cercanos.
A la niña la sometieron a
cuatro operaciones en la columna vertebral, pero las secuelas del accidente no
se pudieron corregir. No volvió a caminar y el imprudente conductor se refugió
en su país.
Leidy no aprendió ni a
leer ni a escribir, solo a maniobrar las ruedas de su silla mientras jugaba con
sus primos.
El destino no paraba de
probar la fortaleza de Leidy. A sus 15 años tuvo que ser operada una vez más,
para que su columna no siguiera desviándose, pero las varillas y ganchos que le
ayudarían a enderezar su cuerpo, perforaron su vejiga.
La sonda por la que orina
es lo que más la acompleja. Acostumbra a esconderla debajo su vestido para que
no llame la atención de los curiosos.
Sus manos y sus piernas
son tan delgadas, que parecen de bebé, pero su cara refleja la vanidad de una
joven que sonríe, a pesar de los golpes de la vida.
El motor de la familia
“Desde pequeña me miran
con lastima, pero estar en una silla de ruedas no me hace menos que los demás”
dice con seguridad.
Antes del cierre de
frontera, la madre empujaba la silla de ruedas de su hija a lo largo del Puente
Internacional Simón Bolívar para cruzar la frontera y llegar hasta el Centro
Médico de Diagnóstico Integral en San Antonio del Táchira.
En el vecino país, donde
se realizaba su procedimiento médico, Leidy
aprovechaba: compraba algunos productos que venía luego en Cúcuta. De
eso dependían su mamá de 61 años y su hermana, que tiene síndrome de down.
Hoy, a sus 27 años, la
realidad es diferente. La situación en la frontera no solo le ha hecho bajar
sus ingresos económicos, sino que ahora debe someterse a tratamiento en el
hospital de Villa del Rosario.
La EPS Salud Vida, a la
que está afiliada, no le brinda ningún respaldo.
La única acompañante del
desafío que Leidy atraviesa en la sillas de ruedas es su madre. Ella la
acompaña a ofrecer rifas de cualquier cosa en los locales de La Parada, para
ganar dinero para comer y ahorrar para
los cambios de sonda.
Con la apertura peatonal
del puente Internacional Simón Bolívar, Leidy ha regresado al bachaqueo, para
llevar comida a su hogar. La madre se siente orgullosa que, aunque ni siquiera
pueda caminar, sea Leidy quien lleve el sustento a casa.
“A pesar de todo, me
siento completa, no dependo de mis piernas para ser feliz”, dice Leidy, una
heroína anónima con sonrisa triste.
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