Paola Mora, 36 años,
abogada, empresaria, bonita, separada y madre de Joaquín, de 9 años, fue
agredida física, sicológica y moralmente por el cardiólogo y dirigente político
Leonardo Cuéllar Sus, en episodio que se hizo público.
Así habló ella de un
incidente revelado por las redes sociales y negado por él con afirmaciones como
que los hematomas en el rostro, el brazo izquierdo y la espalda de Mora fueron
producto de una caída en la ducha cuando, ebria, el intentó auxiliarla, porque
“se tomó un frasco de Rivotril® (un ansiolítico)”.
En dos años de una
relación afectiva que iba a terminar en matrimonio de hecho, ella fue agredida
por él en Barranquilla, Bogotá y Cúcuta, celoso por trivialidades como saludar
o ser saludada o mirada por contertulios, incluso parientes cercanos, en
reuniones sociales, según relató Mora.
“Alegre, sociable,
cariñosa”, como se define, ella dejó de salir de casa, según dijo, para evitar
problemas, porque Cuéllar le controlaba hasta la manera de vestir y le gritaba
y ofendía de palabra cuando no estaba de acuerdo con algún atuendo.
Pese a las señales
frecuentes y alarmantes de que Cuéllar es una persona muy violenta, agresiva y
controladora, según Mora, ella persistió en la relación, esperanzada en
concretar su sueño de crear un hogar para su hijo.
Leonardo Cuéllar Sus
Según el relato, la
golpiza, en la que incluso Cuéllar tomó un cuchillo de cocina y “me gritaba
puta, puta”, fue culminación de un episodio que comenzó con un pastel que les
ofreció la pareja de vecinos y amigos mutuos que los presentó.
Hasta entonces, Mora creía
que las reacciones violentas de él eran normales, que ella estaba para
aliviarle los malos ratos de la calle, para hacer lo que él, por su
experiencia, dijera, “pues era mi guía, mi protector que me llevaba de la
mano... Lo aprendí de niña: que al hombre hay que complacerlo, comprenderlo y
obedecerlo”.
Hoy, dos procesos penales
avanzan, luego de que ella rechazó una conciliación.
Mora reconstruye su alma y
su vida.
Cuéllar resultó elegido
diputado por el Centro Democrático, en decisión que generó problemas de pareja
y, luego, el rechazo ardoroso de sectores políticos y sociales. No habló,
argumentando razones legales.
Este es el relato de ella
Energúmeno, parado junto a
la cocina y cuchillo en mano, Leonardo me gritaba vulgaridades y palabrotas,
mientras, vestida a las carreras, aterrorizada, adolorida y con un maletín
deportivo en el que él empacó mis cosas, yo encontraba la salida.
Es la última imagen que
tengo de esa noche en que, a golpes, supe que estaba cerca de la muerte y que
debía huir del hombre que amaba y al que preferí sobre mi hijo.
Antes, me fotografié en el
baño: rostro abotagado, señales de nudillos en mi mejilla, un ojo medio
cerrado, mojada y el alma agonizando. Se la envié por teléfono. “Nunca
olvidarás esta noche”, escribí.
Creía que todo comenzó ese
14 de agosto, después de almuerzo, cuando al salir de su apartamento en el
edificio Da Vinci, juntos nos comimos un postre que nos dieron un vecino y su
pareja. Hoy, sé que empezó dos años antes, cuando me gritó por primera vez y yo
lo toleré y acepté como normal.
Me dejó en mi trabajo y él
fue al suyo. Más tarde, acordamos cenar.
Compartimos una botella de
vino rosado, comimos y hablamos de algo muy particular: su hija.
—Ella es independiente,
dijo, hablando de la hija veinteañera de su primera esposa.
—No hablo de ella sino de
la bebé que, sin papá, gatea en su casa.
—No es hija, fue
accidente.
—Es tu hija, y es hora de
que ella comparta con nosotros, que nos visite... Tiene derecho a un hogar.
(Se le iluminó el rostro,
pues se había superado un incidente que ocurrió ocho meses después de
conocernos, ya con anillo de compromiso, cuando supe que esa niña había nacido.
Lloré mucho, pues pensaba que mientras me cortejaba, tenía relaciones con otra
mujer. Fue muy duro, pero lo pude asimilar...)
Al momento de pagar, el
mesero nos ofreció postres.
—No, gracias, dije, y
añadí que ese día ya habíamos comido uno.
—Si fuera mi vecino quien
te diera postre, aceptarías... Vas a ser mi esposa, me debes respeto, esté yo o
no, casi que gritó.
Me paralicé, igual el
mesero. Pero, agilicé el pago y salimos.
—Ese hijueputa siempre te
ha tenido ganas, gritaba y manejaba.
Repliqué, y junto con el
“¡Cállate!” sentí un golpe terrible: me dio con el revés de su mano derecha.
—¿Por qué me pegas?,
grité.
—Porque debes aprender a
respetar, soy el hombre... Hoy te quedas en tu casa, no en la mía.
Sentí gran humillación.
Era la tercera vez que me impedía ir a su casa, que yo sentía como mía, así
como la mía era la de él. Yo lloraba, y pensaba en que él era el hombre y yo
debía aceptar sus decisiones...
—Vas a aprender a
respetar, gritó de nuevo y me lanzó otro golpe al rostro, que yo sentí en el
alma..
Frenó bruscamente ante mi
casa, y mi cara casi golpeó el vidrio.´
—Se baja ya, gritaba. Yo
me negaba: necesitaba una explicación.
Entonces, abrió la puerta
trasera, buscó y reapareció con un bolillo negro en la mano. Lo había olvidado
allí un amigo mutuo...
Me bajé rápido y él se
fue...
Hoy, todavía no sé por qué
dí el paso siguiente, pero, a pesar de todo, lo agradezco, pues situaciones así
son como bolas de nieve que ruedan, crecen y se hacen incontenibles, y mañana
todo podría ser peor.
En un taxi fui a casa de
Leonardo y entré. Llevaba el rostro inflamado y lloraba.
—¿Qué haces acá,
hijueputa?, gritó. —¿No te dejé en tu casa?
Entré al baño y me senté
en la tasa, y el entró y me tiró a la ducha; al caer, me golpeé la cabeza. Él
tomó la ducha-teléfono y con ella me golpeó el brazo. La abrió y comenzó a
mojarme mientras me gritaba: “Así se trata a las putas... vas a aprender a
respetarme, puta... puta...”
Eran las 12 y 10 de la
noche. Salió del apartamento y aproveché para llamar a un amigo. “¿Soy puta,
soy puta?, le pregunté al contestar. —¿Leo te pegó? ¿Voy por tí?
Le respondí que sí, y
encaré a Leonardo. Le quité las gafas y le dije algo como “poco hombre, estamos
solos, pégame”. Y de un bofetón me tiró al piso, dos metros más allá, a donde
fue y me pateó varias veces. Luego, en
un maletín empacó algunas cosas mías mientras decía que no quería volver a
verme jamás en su vida.
Mi amigo llamó a mi
celular y me dijo que estaba esperándome. Tomé el maletín, busqué la puerta.
Entre ella y yo estaba Leonardo con un cuchillo en la mano derecha.
(...)
No dormí en tres días.
Tenía mucho miedo. Recordé que siempre decía: “alguien me toca un dedo y lo
despedazo...”, y resultó que no: estaba desubicada, desprotegida, frágil...
Una voz me dijo que había
sobrevivido, y me sobrepuse al miedo a ir a la Policía, al miedo al escándalo,
a las represalias... Pensé que debía hacerlo, para que ojalá a alguna mujer le
sirviera el ejemplo y esto no ocurra más: lo denuncié.
Él ya había dicho que,
borracha y drogada, me había golpeado en la ducha cuando él no pudo
sostenerme... Ni siquiera pidió perdón.
Fue decepcionante saberlo.
Entonces, senté a mi hijo en un sofá y le dije toda la verdad, y que el sueño
que yo tejía se había destejido, porque era una mentira. “Eres la más
valiente”, comentó Joaquín, y el miedo desapareció para siempre.
Hoy, con los labios rojos
de la protesta, sin prejuicios ni miedo, dejo testimonio de la peor noche de mi
vida. Sé que será útil...
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